domingo, 9 de noviembre de 2014

Er niño. Primera parte.

[DISCLAIMER: este post es ñoño, muy ñoño; probablemente, el más ñoño que este blog ha visto hasta la fecha. Si tenéis problemas de hiperglucemia, no sigáis].

Quien tiene un amigo, tiene un tesoro. Esto es así. Pero si, encima, tu amigo (o amiga, en este caso) te conoce mejor que nadie en el mundo porque tiene la rara habilidad de leerte el pensamiento, el corazón, los ojos y todo lo legible, el tesoro pasa a ser el primer premio de la lotería. De repente, tu amiga decide casarse, cosa que te agrada enormemente porque sabes que no va a ser una boda cualquiera, porque ellos no son una pareja cualquiera y porque la gente que va a asistir tampoco va a ser, ni de lejos, gente cualquiera. Así que nada, allá que vas tú dispuesta a pasar unos días de fiesta y risa en compañía de personas muy especiales y a las que adoras y lejos de toda la basura emocional que te rodea en tu entorno.

Luego está «el temita». Ya sabéis, lo típico de «¿pues te acuerdas de mi amigo X, este del que te he hablado muchas veces porque blablabla? Pues también viene a la boda y sé que te va a encantar». Y claro, pues tú te ríes porque, en tu condición de soltera empedernida, ya te sabes muy bien la historia esta de que, a cada boda o evento al que vas, siempre haya alguien que te quiere presentar a algún amigo porque seguroqueosgustáis o yaveráscomoteencanta o aprovechatúquepuedes o esquenoentiendoporquésiguessoltera. Pero bueno, a nadie le amarga un dulce y, si de entre todas las personas del mundo es esta amiga quien te lo dice, es muy probable que tenga razón y que, al menos, te agrade. Otra cosa es pasarse de optimista y pensar que pueda pasar también al revés, pero bueno, en las bodas se bebe mucho y engañar a alguien una noche a base de pedir GinTonics y desplegar encantos no suele ser muy difícil si no hay mucha competencia.

La noche previa a la boda quedamos todos para ponernos al día, esto es, los novios, los que venían de un sitio, los que venían de otro, este chico y yo, y todo muy bien. Pensé: «pues es muy mono, la verdad, y encima con pelazo, ¿qué más se puede pedir?», y al día siguiente, día de la boda, nos fuimos de vinos a mediodía mientras los demás se iban reagrupando. Era la primera vez que nos veíamos a solas y yo pensaba: «bueno, si nos llevamos bien, igual esta noche podemos pasar un buen rato». Pero claro, no contaba con que nos pudiéramos llevar tan bien. Enseguida salieron todos los temas que pueden resultar más peliagudos: política, sociedad, cultura... y todo muy bien. Más vinos, más croquetas, más gente y, por fin, la boda.

Al principio, todo muy loco, muchas prisas, mucho estrés: que este no llega, que me falta la otra, que haz fotos, que cómo se va aquí y cómo se va allí... Apenas tenía tiempo de centrarme en lo obvio, así que tuve que conformarme con observarlo desde la barrera e ir pensando que cada vez me gustaba más. Curiosamente (aunque ya no lo veo tan curioso), siempre acabábamos juntos o, al menos, cerca, y cuando más tiempo pasaba, más rara era la sensación de que... de que estaba todo hecho. Suena creído, pero es la verdad. Me daba igual no estar hablando con él o que lo hiciese con otras personas porque, en el fondo, tenía la impresión de que ya no importaba.

Mientras tanto, mi amiga lotería no había dejado nada al azar y lo había dispuesto todo para que, durante la cena, nos sentáramos prácticamente uno frente al otro. De vez en cuando lo observaba a hurtadillas mientras hablaba con otra gente y, cuando me pillaba haciéndolo, abría mucho los ojos, como sorprendido, y me aguantaba la mirada hasta que uno de los dos cedía. Todo muy sutil, o eso pensaba yo, aunque por lo visto no lo fue tanto. También la novia me hablaba con la mirada, que en eso ella y yo nos entendemos a la perfección, y me decía cosas como: «aaay, que te pillado, que te crees que no me estoy dando cuenta de todo y te huelo a la legua». Lo dicho, todo muy sutil, como es normal en mí. Ja, ja, ja.

Llegan la fiesta, los bailes, la música, las fotos, el karaoke, las copas... Cada vez te acercas más, ya no hay necesidad de esconderse, pero tampoco necesitas que pase nada, lo cual es bastante extraño en mí. Llegan los roces casuales, los no casuales, las manos que se apoyan en un hombro o las que te rodean la cintura. No hace falta más. Es curioso porque, en otras circunstancias, me lo habría llevado a la calle, al baño o a cualquier sitio y habría dejado muy clara mi postura, pero algo me decía que, esta vez, no era la forma.

Fin de fiesta, toca volver al hostal. Subimos al autobús y todavía me pregunto si se sentará conmigo, que una tiene sus intuiciones, pero también sus inseguridades. Entendedme, no estoy acostumbrada a que los niños que me gustan de verdad me hagan caso salvo en contadas ocasiones que, además, no suelen acabar muy bien para mí, y dado que este niño era algo especial, no las tenía todas conmigo. Pero sí, se sentó. Se sentó y, notar constantemente su cuerpo a mi lado, me volvía loca. La gente no paraba de hablarnos y yo pensaba: «callaros todos, no nos habléis, dejadnos en paz, no puedo más». Entonces, y para mi sorpresa, me sorprendí haciendo algo que no hacía desde... ni lo sé; en realidad, ni siquiera sé si lo he hecho voluntariamente alguna vez porque casi todos los chicos con los que he estado han sido reacios a ello: sin ni siquiera pensarlo, le cogí la mano. Así, sin más, con toda la infantilidad y las enormes posibilidades de que te tachen de loca que eso conlleva. No me salía otra cosa, quería cogerle la mano. Y, al parecer, él también, porque me miró con unos ojos de nuevo muy abiertos y con una intensidad con la que poca gente me ha mirado nunca. Y así seguimos, jugando a entrelazar los dedos hasta que, por fin, en el mundo a nuestro alrededor se hizo el silencio y pudimos concentrarnos en nosotros.

Decir que nos besamos sería decir poco, pero de cara al exterior fue eso lo que hicimos. Nos besamos como los adolescentes que se besan por primera vez y como las parejas que llevan 20 años haciéndolo y conocen cada movimiento y cada roce de los labios del otro, todo a la vez. Nos besamos con ternura, con ansia y con sorpresa. Nos besamos hasta llegar a Málaga, nos besamos al bajar del autobús, nos besamos hasta perder al resto del grupo, nos besamos en cada calle, portal, persiana, muro o rincón que encontramos desde la Alameda hasta el hostal. La gente nos decía cosas, pero apenas los oíamos. Qué más daba. La conexión ya había saltado, ya no había vuelta atrás. Nos separamos un segundo para mirarnos y me preguntó: «Pero ¿quién eres tú? ¿De dónde has salido? ¿Dónde has estado?», y me di cuenta de que yo podría hacerle las mismas preguntas pero que, en realidad, me daban igual las respuestas. Todo lo vivido hasta entonces había merecido la pena solo por ese momento.

Por fin llegamos al hostal, aunque tardamos otra eternidad en subir. Ya en mi habitación me quitó el collar que llevaba con tanta delicadeza que casi lloro. Nos besamos durante horas, días o minutos, no lo sé, hasta que se hizo de día, y todavía seguimos haciéndolo después. Dormimos y nos besábamos durmiendo. Despertamos y nos besábamos. Desayunamos y nos besábamos. Nos besayunábamos, como dicen los poetas. Sabíamos que nos quedaban muy pocas horas y había que aprovecharlas.

Finalmente llegó la hora de hacer las maletas y dejar el hostal. Lo acompañé a la estación de metro sin saber muy bien qué vendría ahora, qué se supone que debía hacer. Me dijo que en Barcelona hay un sitio muy poco conocido y que seguro que nunca había oído hablar de él llamado «La Sagrada Familia» que, si bien sigue sin terminar, de vez en cuando le ponen una nueva piedra y es obligatorio ir a verla. Me dijo que debería ir cuanto antes, que no podía perderme eso, y no pude hacer otra cosa que reírme. Barcelona, la ciudad que me rompió el corazón, me daba otra oportunidad. ¿Estaría dispuesta a aprovecharla?

Hoy hace 8 días que lo dejé en aquella estación de metro y dentro de dos más sale mi vuelo. Esta semana ha sido una de las mejores de mi vida y no cambiaría cada mensaje, llamada ni correo por nada del mundo. No sé lo que pasará cuando aterrice ni cuando vuelva. No sé si saldrá bien, mal o fatal. No sé si nos romperemos el corazón o si nos curaremos las heridas el uno al otro. Al principio no quería escribir nada hasta saber a dónde lleva esto, pero después pensé que debía hacerlo; así, si sale bien, siempre podré decir que «yo ya lo sabía» y que la magia, esa magia que yo busco, existe, y si sale mal, tendré esto para recordarme que no podíamos saberlo, que no ha sido culpa de nadie y que, al menos, el camino vivido, ha merecido la pena. Un buen recuerdo, supongo. O no. La verdad es que no lo sé, aunque tengo la sensación de que podría ser el fin del camino. O, como me decía la otra noche una amiga, «al menos, de momento». Así siempre dejas una puerta psicológica abierta por la que poder huir si las cosas se desmoronan.

Pero no quiero que el final de este post refleje eso y de ahí el título que le he dado, «primera parte», porque si la segunda resulta ser triste y dramática, no quiero que enturbie la historia vivida hasta ahora. Ahora mismo todo es pura ilusión, alegría y, por qué no decirlo, amor. Me paso el día con la lágrima saltada de pura felicidad. Se me olvida comer, dormir y, a veces, hasta respirar. La cuenta atrás hasta el día del vuelo está siendo un infierno, pero la recompensa que creo que nos espera hace que valga la pena. Y poco más.

Deseadme mucha suerte, que creo que, después de tantas heridas y tanto drama, ya me va tocando disfrutar un poco con alguien que no quiera cambiarme, que le guste tal y como soy, que me cuide y, sobre todo, me respete. Y, hasta el momento, «er niño» parece saberse el manual a la perfección.

Let the love begin, bitches!